Mujeres III

Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aquellos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dormitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis recuerdos, mas luego -muchos años después- comprendería no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada incomparable.

sábado, marzo 26, 2005

VII

Andábamos atareados y ansiosos. Desde las nueve, en que pasara a buscar por su casa a Fiama, ella iba a mi lado observando las tareas. Entregábamos paquetes con volantes, impresos el día anterior, por diferentes lugares de la ciudad. El trabajo debía hacerlo yo, manejando la camioneta hasta los villorrios más remotos, donde el FAS tenía comités. De la parte trasera de la camioneta bajaba los atados de acuerdo a las necesidades de los compañeros. Fiama colaboraba anotando en un cuaderno la cantidad entregada en cada barrio.
Continuaba su hostilidad. No había cesado de recordarme que estaba en observación, y lamentarse por haber vuelto a creer algunas de mis afirmaciones. Dudaba si esto terminaría bien. Yo trataba de convencerla.
Rápidamente llegó el mediodía. Nos dirigimos al bar donde tendría lugar la cita; por suerte pude estacionar en una playa muy ancha que tenía en su frente. Fiama debía esperarme allí mientras me despedía de la Negra para siempre. Me reiteró que se lo dijera con claridad.
El bar era un infecto refugio de camioneros. Amplio y oscuro, su atmósfera, ahíta de olor a fritura y humo de cigarrillos me repugnó. Esa impresión se convirtió en súbita pena cuando vi a la Negra, que solita al lado de una mesa me esperaba. Llevaba una pollera larga, como de gitana, plena de flores rojas y negras, y los cabellos colgando a sus costados en anchas trenzas. Casi no hablamos. Me preguntó cómo estaba. Le dije que desconcertado y abatido. Pregunté a mi vez si le habían aplicado alguna sanción. Contestó que sí. De militante la habían rebajado a contacto, el nivel más bajo del Partido. Y le habían dado tareas hasta atosigarla.
Con los ojos llenos de lágrimas, me tomó de las manos; luego, sacando con extremo cuidado un paquetito de papel de un monedero artesanal que llevaba al cuello, me lo dio. Percibió mi nerviosismo y me susurró:
-Andá, por favor, si te esperan...
Mi corazón se sintió agradecido de la extrema comprensión que manifestaba hasta en los momentos más difíciles. Secó sus lágrimas con un pañuelito blanco apuntillado y se incorporó un poquito para besarme. Nuestros labios apenas rozaron las mejillas; me levanté y salí sin darme vuelta.
Fiama me dijo que había demorado mucho. Cuando íbamos en camino, me preguntó por lo sucedido. "Escribió una carta...", le dije. Me la pidió. Y en un gesto de cobardía que muchos años después iba repetirse, se la entregué casi como en un acto reflejo.
-¿La leíste? -inquirió.
-No - contesté. Entonces abrió con rudeza el delicado paquetito, que había sido armado al estilo escolar, y con un gesto de furia lo observó.
-¿Serías tan amable de leerlo en voz alta? -supliqué.
Lo hizo con voz metalizada por la ira. Las frases "te amo" o "nunca te olvidaré" motivaban comentarios sarcásticos o crueles cada vez que aparecían en el texto, que había sido redactado con letra prolija y tinta verde sobre un fondo de tenues florecillas.
En una carta que ocupaba ambas caras, la Negra me decía que se sentía culpable por haber precipitado esta situación, aunque por suerte los compañeros del Partido la habían obligado a reaccionar luego de largas sesiones. Por otra parte, los sentimientos suscitados en su corazón por nuestro encuentro le resultaban indescriptibles y seguramente no volvería a amar a nadie así. Le desgarraba el alma separarnos; entonces hablaba de las responsabilidades de los militantes y de la resolución del Partido, correcta por estar tomada con la mayor objetividad y comprensión de las circunstancias políticas en la cual nuestra actitud no encajaba. También se refería al juramento excepcional por el cual nos habíamos comprometido como revolucionarios a no tener otro objetivo mayor que los intereses de nuestro pueblo y la revolución. Por disciplina, por humildad, por amor a la Revolución y a nuestro Pueblo, debíamos aceptar entonces sin protestar la decisión partidaria... Pero ello no impediría que jamás me olvidara. "Si muero en combate, como es posible que suceda, tu nombre será la última palabra que pronunciaré", decía, antes de finalizar.
Al llegar a este párrafo Fiama se negó a seguir leyendo.
-Está bien... -le dije-. Está bien...
-Bueno, ¿qué hago con esto? -replicó, agitando la cartita de la Negra...
-No sé... dámela... -vacilé.
-¿Cómo? ¿Piensas guardar el recuerdo de esta puta?...-se indignó.
-¿Y vos qué quieres hacer? -pregunté.
-¡Romperla! -espetó como si se tratara de algo obvio.
-Está bien... está bien... rompela... -concedí.
Y en el acto me sentí el peor hijo de puta que hubiera pisado esta podrida Tierra durante los últimos mil novecientos setenta y cuatro años.