Mujeres III

Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aquellos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dormitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis recuerdos, mas luego -muchos años después- comprendería no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada incomparable.

sábado, marzo 26, 2005

III

Llegamos a casa y luego de indicarle el sofá para que descargara su poncho, su tapado y la mochila hice matecocido abundante, en un gran jarro de enlozado indiscernible. Esa misma tarde había comprado dos grandes tortillas santiagueñas, de las cuales quedaban una y media -era otro de mis "gastos reservados"-. Pocas combinaciones son tan exquisitas. Matecocido caliente; tortilla al rescoldo. El rostro de la Negra se puso colorado y satisfecho; una gotita de vapor temblaba graciosamente justo en la cova de su pequeña nariz; sus labios, hacía poco amoratados y secos por el frío, lucían ahora rojos y carnosos como la pulpa de una ciruela madura.
Qué felices éramos. El vapor del matecocido entre nosotros, humedeciendo cálidamente los rostros, el olor denso de viejas comidas acogiéndonos como un amable útero virtual. Cierto es que se debe llevar una vida dura para valorar las pequeñas ventajas del confort como se debe.
Pasamos a la habitación. Mi humilde cama de una plaza nos acogió. Tenía tres viejas frazadas que fueran de mi abuela, queridas prendas cargadas de tantas imágenes hermosas de mi lejano hogar. Ella se desnudó con naturalidad. La oscuridad era tan absoluta que encender el velador hubiera resultado brutal. Prendí pues mi radiograbador, que estaba sobre la mesita de luz; un resplandor suave emergió desde su farito plástico. Dulce resplandor, deslizándose sobre los hombros tersos, los pechos como granadas a punto de madurar, el vientre combo, las piernas largas, adorablemente sólidas, onduladas. Los pies pequeños y perfectos. El calor de la habitación emanaba de nuestros cuerpos y nos sentíamos tan bien, pegados de la cabeza a los pies el uno al otro. Éramos del mismo largo. O casi. Un tiempo incalculable fue el que duró nuestra unión, delicada, respetuosa y perfecta como jamás conociera antes ni conocería después.
Navegación de livianos esquifes sobre la mar infinita en calma. Buceo espiritual por las profundidades avanzando entre un ancho panorama de formas azules y armoniosos seres con un majestuoso acorde sin disonancias que nos envuelve junto a la dulcísima sensación de volar, a un ritmo lento, en un itinerario apenas inducido por una corriente invisible que a la vez infunde serenidad y paz.
Nos quedamos allí escuchando el latir acompasado de nuestros corazones, durante largo rato. La radio, apenas con un poquito de volumen, difundía música suave.
Te diré rápidamente cómo es ser feliz: es como no haber nacido pero estar consciente de todas las sensaciones hermosas que suscita el universo.
Pero en este mundo también cuando eres de verdad feliz todos los escorpiones, las arañas, las víboras, los ciempiés salen de los rincones. El mundo imperfecto que habitamos abomina de la armonía. Si llegas a un momento de equilibrio ideal siempre aparecerá algún plomo a molestar.
Habíamos descolgado el teléfono con la vana ilusión de escapar a la conocida fatalidad. Pero empezaron a sonar unos golpes fenomenales en la puerta. Se me heló el corazón. Pocos meses atrás habíamos sufrido un allanamiento policial. Golpeaban con la misma brutalidad. O me pareció.
-No es la cana -dije, por intuición o deseos. La Negra se había puesto tensa junto a mí. Volvieron a golpear.
-No le demos pelota. Ya se van a ir.
-No se van a ir -dijo la Negra, que intuyó a compañeros y conocía el paño.
Siguieron golpeando. A la cuarta vez, como amenazaban derribar la puerta, le dije:
-Voy a tener que atender.
Luego de ponerme el vaquero me acerqué al hall y sin abrir la puerta grité:
-¡¡Quién es!!
-¡El Vasco!- me dijo -Abrí.
Se me congeló la sangre. El Vasco era el Responsable General del Partido en la Regional Córdoba. La autoridad máxima.
-No está ninguno de los compañeros -alegué, con la esperanza de alejarlo.
-No importa, abrime -ordenó.
-Esperá un poco, voy a buscar la llave -contesté para ganar tiempo.
Regresé atribulado a mi habitación, y le dije a la Negra:
-¡El Vasco! ¡Qué hijo de mil putas! ¡Siempre aparece en los momentos menos esperados! Vamos a tener que vestirnos.
Sin ningún comentario ella comenzó a hacerlo. Salí ya con algo puesto y al abrir la puerta casi lo atajé diciéndole:
-Mirá, disculpame, vas a tener que tabicarte un rato hasta que salgamos... no estoy solo, y es mejor que no veas con quien estoy...
El Vasco se sorprendió un poco pero no puso reparos, era uno de esos tipos para los cuales la disciplina estricta y los códigos se vuelven mecánicos. Grandote, rubio, desaliñado -como corresponde- era famoso por comer cualquier cosa y en cualquier lugar y porque aparentemente no dormía. Los militantes podían verlo participando de reuniones o tareas durante días enteros, mañana, tarde o noche, con ese mismo talante cansino y bonachón. Era además rígido como el basalto en el cumplimiento de las pautas establecidas. Lo hice pasar a una oficina donde funcionaba la Dirección de la revista y sentarse de espaldas a la puerta. No sé por qué sentí una fugaz y profunda tristeza al verlo allí inmóvil, con la cabeza baja y los brazotes colgando a los costados, como un niño en penitencia, cuando pasamos presurosos y en punta de pies con la Negra.
Salimos a las calles desiertas de la gigantesca ciudad como un par de gaviotas lanzándose a sobrevolar el océano. Vivía yo en la zona más alta de una calle con pronunciado declive; llevados por la gravedad y de la mano comenzamos a bajar, los ponchos y su tapado flotando en la oscuridad.
Hacía muchísimo frío -5 grados bajo cero, había dicho la radio- pero no lo sentíamos. Sentíamos únicamente esa tibia luminosidad interior que provee la felicidad. Conversábamos de temas personales mientras bajábamos por Primera Junta pues yo quería mostrarle el edificio que había comprado el Partido para instalar allí la imprenta. Empezábamos a rozar ya cuestiones que debían ser secretas, pero hacía rato que había dejado las prevenciones para entregarme completamente a esta muchacha con quien todo era tan armonioso y fácil como si nos hubiéramos conocido durante siglos.
De allí seguimos bajando, por Boulevard Junín... hacia la Terminal. Queríamos tomar algo caliente y el primer lugar que se me había ocurrido era el bar de la gigantesca Terminal, que para mí, como foráneo, era una referencia confiable.
El bar estaba muy concurrido, pero era tan inmenso que uno podía encontrar mesas apartadas sin dificultad. Era uno de los bares, en realidad, pues había varios. Estaba en el último piso, y desde sus anchas vidrieras se podía ver el ir y venir de los colectivos -que aquel tiempo comenzaban a ser espectacularmente grandes-, una linda plaza que había o parte la ciudad. Elegimos sentarnos junto a una vidriera desde donde se podía ver otro bar, con algunos pocos pasajeros esperando allí, y un pasillo ornamentado con gigantescas macetas y plantas.
Tomamos café con leche y comimos medialunas. Entonces fue que ella me dijo que no estaba sola. Vivía, desde unos meses atrás, con un hombre... un compañero del Partido.
Lo sospechaba: difícilmente una mujer como esta podía estar sola. Además aquella visita a la Redacción, con "Bigote"... Sólo que yo había preferido no mirar, negar interiormente esa posibilidad.
Ella continuó: era pareja, efectivamente, de "Bigote" Desantis... ¡Gran problema! "Bigote" -de quien conocíamos el nombre por ser un representante "legal" del partido-, era otro de los responsables generales del partido en Córdoba, miembro del Comité Central....-aunque se suponía que yo, oficialmente no lo sabía aún.
Más por si hiciera falta: estaba embarazada como de un mes y medio (todavía no se notaba, pero la prueba había dado positiva).
Me puse grave y serio cuando dije:
-¿Te quieres venir conmigo? Me haré cargo de tu hijo.
Ella dijo que sí. Quería venirse conmigo.
-Pediré que nos cambien de Regional -continué. -Iremos al campo, en Santiago. Allí militaremos entre los hacheros, viviremos en una casita entre el monte y criaremos al niño...
Me parecía todo fácil; noté que ambos lo imaginábamos al expresarlo... Estuvimos allí un larguísimo rato, acurrucándonos el uno con el otro, como dos náufragos sobre una pequeña balsa entre los témpanos y la oscuridad. Acabábamos de entender las grandes dificultades que se abrían por delante.
Empezó a clarear. Ella no sabía si quedarse conmigo o volver a casa. Le dije que llamara por teléfono, avisando que iría enseguida, que fuera a descansar y nos encontráramos más tarde. Vivían junto a otros compañeros -tres parejas más- en una casa operativa. En ese momento "Bigote" no estaba; había viajado a Rosario, pues se preparaba un gran congreso del FAS.
-Debemos hacer las cosas bien -le dije-. No escapar como ladrones. No estamos haciendo nada malo. Tenemos derecho a amarnos, ¿no?
Volvió de la cabina telefónica con expresión triste, luego de haber hablado con el encargado de la casa.
-Me retó. Me dijo que soy una irresponsable. Estaban todos preocupados pues no sabían dónde andaba.
La acompañé hasta que subió a un taxi y le puse en el bolsillo dinero para que lo pagara. Volví a mi cueva.
Estaba tan cansado que no pensaba en nada. Al llegar encontré la puerta infranqueable. El Vasco se había llevado la llave. Era de esperar. Ellos, los capos, poco se preocupaban por un pinche como yo. Durante un momento traté de levantar la liviana cortina de madera pues a veces dejábamos alguna hoja de las ventanas abierta; así había entrado la cana aquella vez que nos llevaron a Ragnero, a Matarollo y a mí. Desistí enseguida; era un trabajo engorroso, la ventana demasiado alta y si levantaba de un lado la cortina bajaba del otro. Decidí meterme por el pasillo de una casa chorizo, de departamentos, que había al lado. Una vecina asombrada me miró escalar la tapia: "perdí la llave", le expliqué y lo creyó, pues me conocía. Por suerte la ventana de atrás, que daba a mi pieza, estaba semiabierta. Así que entré y en el acto me acosté a dormir.
Cuando desperté estaba cayendo la oración. Me levanté en el acto. A las 8 iba a venir otra vez la Negra; debía bañarme y ponerme listo para esperarla.
Fue puntual. Olorosa a madreselvas con el pelo mojado. No quise someterla al esfuerzo de escalar la ventana ni a que los vecinos cuchichearan viéndola subir a las tapias, así que le pedí sostener la persiana para salir. Ya fuera, la invité a cenar.
Había pasado el momento de la mutua apetencia sexual, ansiábamos conocernos, conversar, estar juntos, en esa comunión dichosa que se vive al encontrar a alguien con quien armonizamos desde lo más íntimo. Fuimos al Rincón Salteño.
Era un lugar mágico donde preparaban comidas del Norte y muchas veces actuaban folkloristas, espontáneamente. La Negra no lo conocía. Pronto la noté fascinada. Pedimos empanadas, locro, chanfaina. Vino tinto. El mesero -un hombre elegante de rasgos incaicos- se ubicó en el centro del salón haciendo unos bellos pasos de zamba y revoleando con gracia la servilleta blanca para comenzar a recitar un poema de Jaime Dávalos. Lo hizo con tanta sensibilidad que todos callaron para escucharlo y se notaron algunos ojos brillosos.
Enseguida anunció que entre los concurrentes estaban dos de Los Cantores del Alba e iban a actuar. La Negra abrió grandes los ojos (ya los tenía bastante grandes, les recuerdo). Ellos estaban vestidos como gauchos, de blanco y algunos toques negros. Con guitarra y bombo atacaron temas conocidos.
La Negra estaba fascinada. Y yo doblemente feliz. Amo mucho a mi tierra, a mi cultura, a mi raza. No olvido cómo me lastimaba el alma cuando , a los 13 años, estando por primera vez a Buenos Aires, los adolescentes porteños se referían a nuestras costumbres como "cosas de negros" y me llamaban "santiagueño" con un tonito de desprecio burlón en la voz. Por obstinación decidí entonces no renegar jamás de mi querida Patria, Santiago del Estero y todo el Norte argentino, pues compartimos un bagaje similar. Así que cuando alguien disfrutaba de mi música, mis comidas y mis paisanos como lo hacía la Negra esa noche -se le notaba en el rostro- yo me sentía en el colmo de la felicidad.
Esa noche estuvimos como hasta la una de la madrugada allí, escuchando folklore y poemas, tomando algo de vino y mirándonos a los ojos tomados de la mano durante largos ratos, sin necesitar nada más.
Otra vez debí darle dinero para el taxi, y eso también me gratificó.
Sin embargo, cuando iba llegando a mi barrio luego de caminar deliberadamente para pensar un poco sobre la situación no me sentía muy bien. Intuía -o temía- que la felicidad se iba a terminar. Comenzarían otra vez las pesadumbres y el dolor. La pequeña parada en esa isla paradisíaca se aproximaba a su final. Pronto seríamos llevados de regreso al mar de lágrimas.