Mujeres III

Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aquellos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dormitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis recuerdos, mas luego -muchos años después- comprendería no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada incomparable.

sábado, marzo 26, 2005

II




Éramos duros. Éramos implacables, especialmente con nosotros mismos. Éramos los militantes más estrictos. Cualquier preocupación por algo que no fuese la lucha revolucionaria se consideraba "una desviación pequeño burguesa". Recuerdo particularmente una reunión para fijar los salarios de los periodistas de la revista Posición, quienes éramos a la vez militantes. Cada uno debía decir cuánto necesitábamos para sostenernos. Luego de una arenga del compañero responsable -quien hablaba con tono quedo y deliberadamente vacilante, pues era además obligatorio ser humilde, como se suponía a todo proletario de verdad-, una arenga donde se tocaron las virtudes de los revolucionarios, la escasez de recursos del Partido y sus grandes erogaciones por las titánicas tareas emprendidas debido al auge de masas, finalizando con un pedido de ajustar a un mínimo posible la valoración de lo solicitado. Todos habían dejado esa valoración librada a lo que el Partido quisiera darles. Cuando me llegó el turno dije sin vacilar: "120 pesos". Y todos se miraron. Hubo un silencio incómodo. El compañero responsable me preguntó con esa suavidad de monje benedictino que practicaba si no me parecía mucho, teniendo en cuenta que estaba solo y básicamente tenía mis necesidades resueltas, ya que no debía pagar alquiler, impuestos, electricidad, gas, etcétera, dado que vivía en una casa del Partido (la Redacción de la revista). Dije que no pues yo tenía algunos gastos extra que me obligaban a un presupuesto mayor al de un cordobés común. "¿Como cuáles?", me dijeron. Mencioné la necesidad de viajar a Santiago de vez en cuando, para visitar mi familia... y los libros... Por el modo en que se miraron comprendí que lo de los libros no cayó muy bien. Con la paciencia de quien trata de inducir hacia el camino correcto a un niño, Ragnero me preguntó otra vez:
"¿Los libros te parecen una necesidad vital?"
Decidido a ignorar por completo el desdén que se percibía mantuve mi posición con firmeza:
-Sí -dije.
César -un compañero destinado a morir durante el copamiento del cuartel militar de Villa María-, preguntó:
-¿Y qué libros te interesan tanto? -Bueno, dije, acabo de comprar el Tomo I de la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky; me interesa por cierto comprar el tomo II y III cuando salgan. Son bastante caros.
Estaba embarrándola peor. El Partido acababa de salir de una relación traumática y tempestuosa con la IVª Internacional, estaba en plena y acelerada stalinización (aunque yo aún no lo sabía) así que venir a citar un Trotsky como necesidad vital era por entonces medio parecido a agitar una ristra de ajo en la casa de Drácula. Pero no me importó. En aquellos tiempos yo creía en la sinceridad absoluta. Y en la libertad individual. Por ello me dirían después "liberal". Mas volvamos al momento. Finalmente negocié una rebaja de sólo 20 pesos, quedándome con 100, pese a que César abogó entre fastidiado e irónico para que me valiera de la biblioteca que teníamos en la revista o le dijera a él los libros que quisiera para conseguírmelos en préstamo. "No es lo mismo", dije. "Algunos títulos son elementos de consulta permanente para mí". Eso me trajo aún más miradas reprobatorias y cuchicheos, pero no me importó. Como dije, tenía 23 años y aún creía en la absoluta honestidad.
¿Quieren saber algo más de la Negra? Bueno.
El verdadero encuentro sucedió durante una fría noche a finales de mayo de 1974. Yo llevaba un pesado saco negro de Corderoy, hecho a medida durante mis épocas de prosperidad, pero lo arruinaba con un viejo vaquero y borceguíes. Me había puesto el poncho azul oscuro que me dejara mi abuelo, al morir pocos días atrás. Esa tarde había ido al cine, a ver una película sobre la vida de Luis de Baviera y Wagner que me había impresionado muy hondo. Lleno de imágenes y emociones había salido abismado. Tenía hambre y me puse a buscar un kiosco para comer un sándwich. Hacía frío y pensaba en un gran choripán con chimichurri y al menos un cuarto de buen vino tinto. De repente recordé la peña del FAS, organizada esa noche de sábado para recaudar fondos. Tuve pereza de caminar hasta allí -había al menos unas diez cuadras- mas pronto salió el duendecillo autocrítico a reprenderme: "¿Vas a dejar tu dinero a cualquier comerciante, en vez de ir a apoyar a los compañeros?". Caminé bajo el frío sin sentirlo pues iba bien abrigado y mi cabeza llena aún con las imágenes de la película. El lugar era una cancha de básquet, en la puerta algunos militantes cobraban la entrada; pagué, saludé con la mano a una muchacha y otros compañeros que reconocí entre la gente, y fui a sentarme solo cerca del escenario. Era temprano aún -tal vez las diez de la noche- y no estaba lleno, pese a los esfuerzos de los militantes, que habían acarreado a muchas personas de los barrios pobres en colectivo. Es que el local era demasiado grande. Por suerte todo estaba cubierto por un tinglado, así que no hacía frío. Me puse cómodo quitándome los abrigos y esperé, observando a un tipo joven, más entusiasta que afinado, cantar acompañándose con guitarra chacareras y zambas sobre el desnudo escenario. Vino una de las chicas del FAS y preguntó que me servía. Un choripán bien grande, le dije. Y medio litro de vino tinto. La compañera me trajo todo enseguida. Luego del primer choripán y dos vasos de vino las cosas empezaron a parecerme más lindas. Ahora ponían música de cumbias y algunos bailaban.
Ocurrió un incidente. Un borracho perseguía a una muchacha, tratando de tomarla del brazo, pero ella, con cierta familiaridad aunque firmemente reclamaba respeto de él. Reconocí en el acto a la muchacha. Era la chica del FAS, aquella con quien no me había atrevido a soñar. Impensadamente se sentó a mi lado y tomándome del brazo me dijo al oído: "¡Salvame!¡Salvame!". Me paré como si tuviera un resorte y plantándome frente al tipo -pelo lacio, rudo, fuerte, jediente de vino, bigotito fino- le dije:
-¡Qué te pasa macho... la señorita no quiere ser molestada! ¿No has oído?
Yo no las tenía todas conmigo. Pero el tipo se achicó.
-¡Eh!, ¡ahhh!, ¡bueno! -hipó- ¡Yo no quería molestar! ¡Yo solamente le pedía bailar una pieza!
-No, ella no baila con nadie porque está conmigo. Así que retirate ¡ya!- le espeté duramente. El tipo se fue pidiendo disculpas.
Ella volvió a tomarme del brazo y me dijo riéndose:
-¡Lo has corrido! ¡no lo puedo creer! ¡Es un tipo pesado, camorrero, y peligroso! ¡Vive en el barrio que nosotros trabajamos!
El que no lo podía creer era yo. Estaba allí, a mi lado y tomándome del brazo, la muchacha más hermosa que viera en mi vida, de la cual me había negado la menor esperanza por considerar a priori imposible su amor. Me trataba con familiaridad y afecto -pero seguramente porque la libré del borracho, en el acto pensé. ¿He dicho ya que tengo una mente horriblemente racionalista y formal? Una vez que me hago una idea resulta difícil apartarme de ella y en este caso la idea que me había hecho de esta chica es que no era para mí. Actué absolutamente en consecuencia, con total frialdad exterior. La miraba con simpatía, con cariño, estaba feliz y estimulado por el vino, la música vivaz, el humo de las parrilladas, los cigarrillos, el girar de las parejas sobre la pista de baile, pero principalmente porque ella estaba a mi lado, y me miraban sus ojos marrones, tan grandes y expresivos como nunca conociera, los bucles maravillosos derramándose en guedejas lucientes sobre sus finos hombros, sus labios entreabiertos y húmedos sonrientes, aceptando mi vino y hablando como si nos conociéramos desde hace años, yo me consideré sobradamente pago con eso y no dije una sola palabra fuera de la más estricta cortesía hacia una dama que había pedido mi ayuda y a la cual se la ofreciera con el mayor desinterés.
Había algo más que me impedía ensayar galanterías: mi compromiso con Fiama. Fiama había viajado a San Francisco para conversar con su familia sobre la posibilidad de casarse conmigo... Y una mordiente conciencia culposa por mis anteriores fallas, por mis anteriores caídas (hablo de cuando aún ni siquiera conocía a Fiama) me inmovilizaba totalmente. La muerte de Clara, desde que sucedió -poco más de un año atrás- actuaba en mí como una horrenda llaga que comenzaba a sangrar apenas la posibilidad de actuar en contra de lo correcto se me presentaba. Entonces a pesar de la hermosura, a pesar de lo amable de esta situación, mi corazón estaba inmóvil, yerto, como el de Amfortas ante el cofrecillo del Grial.
Pronto me dejó solo con mis cavilaciones, y fue a proseguir sus tareas, ya que era una de las militantes afectadas a la organización de la peña. Pedí otro choripán y otra jarrita de vino; me dieron ganas de compartirlos, por lo cual me fui con un grupo de militantes que conocía, agrupados ante una mesa larga. Entonces ella vino de nuevo a pedirme que la acompañara un rato pues la habían puesto en la puerta, para controlar las entradas. Nos sentamos junto a la mesita dispuesta para ello, pero no estuvimos ni un minuto solos, ya que la gente entraba y salía todo el tiempo, y muchos compañeros acercaban una silla y se quedaban allí a conversar.
Así, entre idas y venidas llegó la hora de terminar la peña. Eran como las dos de la madrugada, el límite que se habían puesto los militantes pues había muchas familias con niños a quienes debían acarrear a los barrios pobres -bastante lejos. Como no tenía parte en tal asunto, discretamente me deslicé a la calle con la idea de buscar un taxi o tomar un colectivo. Había caminado algunos metros hacia la oscuridad cuando escuché su voz que me llamaba:
-¡No creo que consigas colectivo! -me dijo, desde el ancho portón del club.
Qué hermosa estaba, con su poncho de vicuña que la cubría hasta los muslos y sus pantorrillas sólidas emergiendo bajo la falda de lana para introducirse otra vez en los pequeños borceguíes guerrilleros, que le quedaban tan bien.
-Creo que tomaré un taxi... -balbuceé sin mucha convicción.
-No conseguirás taxi. Están de paro -dijo, sonriente-. Si quieres, te llevaremos con nosotros, en nuestro colectivo. Debemos dejar a la gente en la villa antes, pero volveremos hasta plaza España... ¿te queda cerca, no?
Dije que sí. Todo aquello me superaba. Como a una bola de nieve que empieza a ser llevada por el alud, primero serenamente, luego a mayor velocidad. Caminé hacia la Negra con los brazos colgados. Ella se fue presurosa a ordenar el transporte de la gente, y al salir con un grupo de villeros me indicó uno de los antiguos colectivos que se estacionaban frente al local. Subí en medio de la multitud mientras ella volvía para buscar más gente. En la semioscuridad me ubiqué en el primer asiento, junto a una anciana. Pero ella subió con otro grupo y tomándome del brazo me llevó hacia atrás:
-Los asientos de adelante se los dejamos para los más viejos e inválidos... -me dijo con suavidad. -Sentate aquí -ordenó. Obedecí. ¿Qué iba a pasar? No lo sabía aún. Por primera vez en mi vida, me veía totalmente inducido a una conducta pasiva, expectante. Lo aceptaba de buen grado, pero me sentía extraño, irreal.
Ella pidió al colectivero que apagara las luces de atrás. Vino y se sentó a mi lado. Viajamos unos minutos en silencio. Luego, ella susurró como en suave queja:
-Ay... Tengo que decirte algo...
Y no dijo más. Tomó una de mis manos y la apretó, tibiamente... en la penumbra vi que sus inmensos ojos marrones se habían humedecido, como si fuese a llorar... entonces me acercó sus labios... No pensé más... entré en una felicidad suave que borró de mis sentidos cualquier otra sensación... hasta que sentí una corriente de alerta en la cervical... abrí los ojos... y me encontré con la mirada horrorizada de Silvia, una muchacha que me conocía. Me separé bruscamente y nuestra intimidad quedó arruinada. A la vez me invadían en oleadas sensaciones de culpabilidad. Mi novia en San Francisco pidiendo autorización para casarse conmigo y yo con esta muchacha. El Grial. Y la sagrada lanza extraviada por mi exclusiva culpa. La herida comienza otra vez a sangrar. Con estas turbulencias en mi corazón llegamos a la villa, la gente baja, un poco aquí, otro poco allá, hasta los penúltimos. Al final, quedamos tres o cuatro regresando al centro en la oscuridad. Silvia aún está allí, aunque ya no me mira. Mi amiga se acurruca en mí. "¿Adónde vas a bajar vos?", pregunto, con repentino miedo de que me deje solo, culpable y solo. "No sé", me dice."No tengo adónde ir". De repente siento mucha ternura, mucha compasión por ella. Siento una tristeza profunda en su ser, una tristeza como la mía, y se estremece mi alma. "Venite a casa conmigo", susurro. "Tomaremos matecocido caliente". Ella se acurruca un poco más y llegamos.
La ancha rotonda de Plaza España está aún desierta y la sensación de caminar sobre un planeta deshabitado se acentúa por el transcurrir veloz de algún auto que apenas ilumina la calzada. El frío levanta copos de niebla sobre los ligustros de las empalizadas. Abrazándonos como podemos bajo nuestros ponchos y tiritando caminamos las diez o quince cuadras que nos separan de casa.
Qué levedad el amor. Todo parece cerca, el minutero no existe, no nos hace de cierto al fin y al cabo ni frío ni calor, más que como otro dato risueño de nuestra extendida felicidad. Si cae una hoja como de oro antiguo a nuestro paso rozando las sombras de nuestros ponchos levemente inflados por la neblina es un acontecimiento arrobador.
Qué felicidad más inmensa la de esa noche. Momentos que representan milenios. Alegría interior que justifica varias vidas.